Las cartas del Agorero habían comenzado a llegar a Roma en el otoño de 1496, cuatro meses antes de la muerte de donna Beatrice d’Este. Los anónimos enviados desde Milán clamaban contra las inclinaciones poco cristianas de la esposa de Ludovico el Moro e insistían en denunciar que, bajo la protección de los Sforza, se estaba fraguando una magna conspiración cuyo fin era recuperar antiguos conocimientos y desafiar el poder del Papa. Considerando que se trataba del ducado de Milán, semejantes teorías no constituían en sí mismas una novedad. Pero la certera anunciación de la tragedia de donna Beatrice y la parnoica insistencia en señalar el nuevo convento de Santa Maria della Grazie como el lugar en donde yacerían ocultos los secretos de otrora poderosos herejes, acabarían por dar crédito a las advertencias del Agorero. Con el pretexto de asistir a los funerales de la duquesa de Milán, fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en códigos y mensajes cifrados, recibe la orden de introducirse entre los religiosos milaneses y desvelar los supuestos enigmas que se ocultan en la postrer obra pictórica del maestro toscano Leonardo da Vinci para el refectorio de Santa Maria Della Grazie. Una Última Cena que no tardará en revelarse, a los ojos del dominico, como el mural más extraordinario de la historia, así como una auténtica amenaza para la permanencia en el tiempo de la Santa Madre Iglesia.